El Trono de Oscar Carvajal

By Jose Toral | Etiquetas: ,

Era semana santa. A los niños no les gusta esa época previa a la primavera, cuando la tierra aún esconde sus frutos y las ramas están desnudas, cuando no hay ni nieve, ni flores, ni plantas, ni juegos invernales, ni baño.

En días semejantes, columpiándose en las vallas de los vecinos y haciendo guiños al sol del manso, esta gente menuda se inventa nuevos juegos con frecuencia raros y crueles.
Uno, dos, tres, corre la sangre entre las manos, cuatro, cinco, seis, arráncale el cabello a la anciana, siete ocho, nueve, prendamos fuego a la cosecha y llegando hasta diez, volvamos otra vez.

Así entonaban canciones todo el día, esperando matar el tiempo o un animal, con cualquier ocurrencia que les viniera a la mente.

Desde las vallas, si veían a un mendigo aproximarse, inmediatamente se dividían en dos grupos, unos corrían por el petróleo, otros por los cerillos. En cada ocasión, el juego terminaba en una llamarada agonizante que los calentaba contra los vientos helados de primavera.

Cuando tenían una navaja entre las manos, se retaban para ver quién era el que soportaba más rajadas en la pierna. Algunos no participaban, decían que eso era para delicados, otros, sin embargo, toleraban un par sin derramar lágrima alguna. Los más grandes, curtidos por las golpizas recibidas en casa, presumían en sus muslos pentagramas rojizos mal delineados, trofeos de juegos pasados.

De vez en cuando, alguno se quejaba de los regaños recibidos por su familia: – ¿Acaso no te das cuenta de lo que haces? Las manchas de sangre no se quitan de la ropa blanca fácilmente- decían sus madres.

Así pasaba el tiempo de Pascua, unos se rompían los dedos, otros pateaban perros y los demás, se quedaban observando el ocaso, hasta quedar ciegos por un buen rato. Así lo hacían y así lo han hecho siempre.

Fue una de esas tardes, previas a la resurrección, de las que pintan las calles de púrpura, de las que vician el ambiente con incienso, cuando María Negludov, había regresado de su viaje por el sur.

Una semana a bordo del único tren de Siberia, bastó para que la pequeña saliera corriendo de la estación, en busca de sus amigos.

Como siempre, escondidos en el único puente del lugar, se encontraban a la espera de una de las tantas procesiones, dirigidas a la capilla de Santa Teresa, para una vez atravesado el puente, arrojar tierra a los peregrinos.

Fue ahí donde María los encontró, los saludo y los puso al corriente de los pormenores de su viaje.

En San Petersburgo, había estudiado lectura, costura, catecismo, oratoria; había visto en un mapa la ubicación de su valle. Las tías que la cuidaban, le enseñaron con esmero la manera adecuada de vestir, de caminar, de hablar. Había sido un viaje prolífero.

Los niños que la escuchaban no podían dar crédito del relato. Su imaginación comenzó a volar haciendo uso de incontables imágenes. Unos se veían personificados como príncipes, otras como excelsas princesas, inclusive algunos se atrevían a compararse con el zar.
Así, pasaron la tarde y la tarde del día siguiente. Muchas tardes escuchando lo hermoso que era vivir en otro lado, lejos de la austeridad del campo, donde no había modales, ni buenas costumbres. Lugares donde la gente estudiaba, trabajaba, creaba.

No sólo la escuchaban, no sólo imaginaban. De vez en cuando, tomaban la ropa vieja de alguna abuela inválida y se disfrazaban de aquellos personajes que en sus mentes vivían. Por un momento, dejaban a un lado el sadismo y la sangre, para dar rienda suelta a la imaginación y la felicidad. Un cambio en la manera de ver la vida, abrazaba a todos los niños de aquel lugar.
Así paso la Pascua, la misa de Resurrección. Por primera vez, no ahogaban ardillas el Sábado de Gloria. Todos seguían secos y felices con todo lo que María les platicaba.

Un día, los niños se reunieron en el jardín principal para juagar a la corte imperial. Llevaban atuendos maltrechos y roídos, incluso zurcidos con retazos de telas viejas. Cualquier rama de árbol había servido como báculo y en la cabeza, platos de sopa extraídos de las cocinas.
María iba ataviada con el vestido más fino que le habían comprado sus tías durante la estancia en el sur. Un bordado discreto al frente, en forma de hojas de laurel y un encaje en la base de la falda, eran los únicos adornos de la indumentaria, sin embargo, era suficiente para hacer sentir a María, la dama más importante del jardín.

Comenzaron a jugar siguiendo las indicaciones que la pequeña señalaba. Dos hileras de niños se formaron, una enfrente de la otra. Las ramas cruzaban sus puntas en lo alto y por el centro, María, caminando solemnemente hacia la base del árbol más grande que había en el lugar. La seguía un séquito de, lo que habían acordado, eran sus damas de compañía, todas ellas llevando vestidos que por la tierra se teñían de café. Cubriendo los diminutos pies, sandalias que delataban su esencia infantil, dejaban ver los rasposos empeines, consecuencia de andar tanto entre plantas y piedras.

Así prosiguió el juego con María a la cabeza de la corte. Haciendo ademanes de nobleza; dictando decretos y leyes. A cada frase dicha, le seguía un aplauso de la concurrencia; en momentos corto, en momentos largo, todo dependía de las ventajas implícitas para los niños.
Fue entonces, después de una brevísima intervención de María, que una pequeña voz se escuchó de entre toda la corte. -¡hay que levantarnos, la reina es mala, quémenla viva!-
De esta manera, fue como en medio del juego, los pequeños se abalanzaron en contra de la dama más importante del jardín.

De alguna parte surgió una cuerda, con la que ataron a la pequeña María al árbol que fungía de trono. Inmersos en su juego, los niños corrieron como siempre, divididos en dos grupos. Unos corrían por el petróleo, otros por los cerillos. En esta ocasión, el juego terminó calcinando a María Negludov y al trono al que había sido atada.

La gente menuda pasaba y se preguntaba a qué estarían jugando aquellos niños. Sin embargo, al desconocer los juegos de la corte imperial, seguían de largo su camino, pensando en que eran juegos de niños, porque así lo hacían y así lo han hecho siempre.

La virtud callada de la conversación privada

By Jose Toral | Etiquetas: ,


“No contiene palabras sino una cadencia”
Pablo Fernández Christlieb

Adonde yo soy tú somos nosotros
Octavio Paz

Ahora, en esta mesa que da a la ciudad -en una de las terrazas de la biblioteca Vasconcelos-sucede Chantall Maillard y sus Diarios Indios: “Dejar que la realidad transcurra ante ti. Aquietarte. Desde la quietud absorber el movimiento”. Alzo la mirada, tomo mi pluma y transcribo la frase, un viento ligero, cadenciosamente, alborota mi cabello, la mirada en vuelo de nuevo se desborda, se pierde en el cielo nublado que siente llover. Un viento más intenso me hace tomar las notas que voy escribiendo, las contengo. Afuera (¿adentro?) una bocina de automóvil se detiene ruidosamente algunos segundos, otra bocina como queriendo pelear, grita también. Escucho el sonido del viento y el motor cada vez más obvio de los carros aunado a las bocinas que no paran (¿en qué momento han tomado mi atención?), atrás de mí escucho pasos rechinar. Algunas risas, jóvenes supongo – me sorprende la manera en que me aparto, a pesar, de ser, yo también, joven como ellos. La lectura que no puedo recuperar, se suspende, me levanto y me reclino en el barandal. Veo a una docena de jóvenes jugar al furbol en una de las calles contiguas, escucho su cansancio; veo su satisfacción. Un helicóptero irrumpe con el viento. Más bocinas de automóviles. Motores. Aun del espacio inmenso de la biblioteca, la ciudad irrumpe, como recordando que aun del empeño estamos condenados a no poder apartarnos, a seguir escuchando, a seguir padeciendo. El sonido del viento que ya no es mas que la amalgama indisoluble de la realidad. Mi respiración que ya no habla. Voces lejanas que me cruzan sin entendimiento alguno. Me vuelvo a sentar trato de seguir leyendo, al tiempo surge otra frase que me sujeta: “La voluntad es lo que nombra, la voluntad que es afán de pertenencia, y al nombrar queda atrapada en lo que nombra, embelesada, pues en lo que nombra siempre está nombrándose a sí misma. El afán de posesión o de dominio no es sino el deseo de nombrarse perpetuamente”.Me detengo en ella y suspendo la lectura, transcribo la nota y guardo mis cosas. Se escucha en un altavoz una advertencia de que la biblioteca está por cerrar. Mientras bajo por las escaleras de la biblioteca, pienso en el miedo enorme de la ciudad –de la ‘modernidad’ tal vez; en su temor por desaparecer, ilusamente se nombra a cada instante, no reconoce que la palabra hace tanto ya no es susurro sino grito.

* * *

A veces al nombrar, algo –un breve espacio- queda sin cerrar. En esa ligera abertura que conlleva todo significado, la realidad se fuga; como la grieta que al mostrarse, en un principio de manera apenas visible ya después de manera total, representa las posibilidades del derrumbe. En ese espacio se traslapan todos los significados y todas las representaciones, aun de nombrar lo cotidiano uno siente la imposibilidad de significar, de representar; lo que uno dice nunca es lo que uno siente y lo que uno siente apenas se insinúa. El filosofó José Luis Pardo en su ensayo La Intimidad apunta: “Cada palabra dicha tiene siempre un plus de sentido , en términos más rigurosos, una cantidad inagotable o una multiplicidad inexhaurible de sentido, siempre quiere decir más de lo que dice y nunca puede decir todo lo que quería” . Y la grieta será ausencia, sobre todo, cuando el lenguaje no sólo pretenda comunicar sino también, cuando quiera hacer sentir; cuando el acto de nombrar busque representar y habitar (la sociedad precisa de ambos lenguajes; del publico para comunicar y crear y del intimo para enfrascar y encontrarse).

Cuando el lenguaje más se aproxima a los objetos, a los gestos, a las personas, reafirma su postura extraña, tentativa siempre lejana; aprisiona para significar la ausencia. Las palabras nos muestran una realidad que no es la realidad sino su hueco. Surge el susurro poético de Borges escribiendo; no será nunca lo que quiero decir/ no dejará de ser un reflejo” y en otro susurro más personal, en la dedicatoria de su Antología personal escribe: “ Elsa tuyo es el libro ¿A que agregar vanas y laboriosas palabras a lo que sentimos los dos?”. Y a pesar de las vanas palabras, el mismo Borges apuntará que la dedicatoria de un libro es “(…) un acto mágico. También cabría definirla como el modo más gracioso y más sensible de pronunciar un nombre”; a veces nombrar, es el acto inaugural que no determina la realidad sino la abre.

* * *

Pero, a veces, la vida también comienza y vuelve a surgir, por eso es necesario caminar por ella con el sentido tenue de la ligereza, no como gesto de indiferencia sino como el acto que deja percibir la totalidad; algunas veces, callar es dejar, anularse para contemplar; dejarse caer y arroparse en ese río que también es la cotidianeidad. Decir o actuar es mostrarse, representarse, de ahí la importancia de cómo surgimos. Quien empieza de un punto fijo debe seguir el camino que surge de ese punto; no hay marcha atrás. La vida se deshace a cada momento; como la ‘acción’ Fairy Tales de Francis Alÿs adonde un suéter se va deshilando a cada paso, o como ese enorme bloque de hielo -en Paradox of Praxis 1, del mismo Alÿs- derritiéndose a cada paso por las calles de la ciudad de México, dejando tras de él una leve estela de agua en el pavimento que se va absorbiendo, evaporando.

* * *

Algo hay de callado en una conversación cotidiana entre dos personas que se quieren y se cuidan; es allí donde el silencio no es cuestión pero marca la pauta, las palabras, un poco desnudas de significados permiten la manutención del dialogo, cada frase es sentida para la perpetuidad de la escena, uno habla no para debatir y argumentar sino para compartir, no contiene palabras sino una cadencia, por eso pocas veces uno sale mal librado de ellas, pues en las conversaciones privadas no hay verdades –todo tiene sentido y nada carece de importancia – tan solo gestos y frases, lo importante va siendo el seguir callando y el seguir escuchando; seguir diciendo tan solo para seguir estando: “El lenguaje intimo se caracteriza por su falta de significado. Porque nunca nadie puede estar seguro de lo que otro ha querido decir con sus palabras. La intimidad no es seguridad (la seguridad sólo existe en los altos muros); sólo existe entre quienes no están seguros ni necesitan estarlo. Los íntimos no se hacen nada (no hacen nada y sin embargo pueden matarse) al hablar, no se interpretan sino que se soslayan, se rodean, se acarician con lo que dicen, nunca con línea recta sino siempre indirectamente.” (J.L.Pardo: La intimidad)

El discurso cotidiano no es monologo sino dialogo –el circulo de la comunicación que consiste en decir y escuchar y volver a decir- y allí las ideas van quedando un poco al margen y uno, como sin darse cuenta, va perdiendo el hilo del origen de la conversación por eso en ellas siempre se sucede un enmarañado perfecto con todos los temas cotidianos; el sentido es tan sutil que se confundo con todo: por eso uno siempre empieza hablando de las películas que vio o las novelas que leyó y después sigue con el desconocido que sonrío por la mañana y eso lo lleva a cuestionar el clima y a pensar que la soledad siempre es más grande en las tardes de otoño, mientras que el otro, tal vez, siente que la soledad es, más bien, el café de la mañana cuado todo está aun por decirse y hacerse; se recuerdan entonces, los amores viejos y los inventados y de pronto, cuando uno se da cuenta ya está hablando de los gatos de infancia o de la próxima cita al dentista y lo más genial es que cada pedazo de cotidianeidad tiene el valor innegable de lo oculto, de lo que no se muestra y que más nos gusta porque de ello somos: esa nada que es el océano de cada quien, por el que la vida se sostiene y también sigue, fluye.

En las conversaciones cotidianas uno lanza palabras y no encuentra respuestas sino miradas y otras frases que no duelen porque siempre abrazan, algunos gestos. Las miradas que afirman y se desvían fugazmente a los labios -a la comisura coronada por el ínfimo lunar-, al rostro que asiente –ladeándose un poco. El cuerpo que se calma, la manos que delicadamente –a veces- se van entrelazando –hablando también ellas su lenguaje táctil, necesario. Si uno, por ejemplo, está en algún lugar sin muros, se pone a ver de manera discreta el entorno: los transeúntes y al pequeño pájaro en la Jacaranda, las partículas de azúcar regadas en la mesa, la taza llena de café. Cuando las miradas se reencuentran se hace una pausa y se brindan esbozos de sonrisas. La atención flotante permite mantener el lenguaje de los gestos y la atención en el discurso, esa sincronía perfecta que sucede entre la palabra y su sentido son la pauta que permite la respuesta, la prolongación de la estancia. Y es por eso que en esas pláticas –intimas, cotidianas- surgen los amigos o se consolidan los cariños. También son las que más duelen porque en ellas, a veces, se logra filtrar la soledades que el otro siente y allí, uno se da cuenta que la persona querida tiene un nuevo gesto, casi imperceptible o que los ojos tienen una leve inflamación o una tenue sombra por el insomnio de la noche anterior, uno sin querer, puede ver el delicado resabio de un beso pasado que no nos pertenece , al final nos damos cuenta que hay alguien más, o que ya no hay nada de lo que hubo.. Hay entonces tristeza y silencios pesados; la enorme soledad de quien se encuentra varado en medio de la nada; situado en un paisaje que ya no reconoce.

* * *

Uno se da cuenta que cuando las conversaciones cotidianas no son iniciáticas o terminales sucede el prodigio de la comunicación; el silencio, la palabra, el discurso -ligero en todo momento-, los gestos, la entonación y la cadencia logran la creación de un espacio transparente pero resistente al grosero empeño de la modernidad de sustituir cada pausa y cada transparencia con un nuevo aditamento. Y uno, acepta, necesita las palabras mas acertadas para describir la transparencia y entonces acude a Pablo Fernández Christlieb quien la enuncia de la siguiente manera : “(…) el color de la elegancia es transparente, como el de los perfumes, con el que se pintan las cosas con fin de no interrumpir, de no partir plaza, sino de ser visto sin tapar la vista , de presentarse no como una novedad sino como una ventana, que nunca abruma, sino solamente profundiza” y dice esto par terminar su ensayo La sociedad mental afirmando que “hoy en día lo más transparente que tenemos es la espera”.

Mientras se escribe, otro susurro, esta vez de Clarice Lispector, se hace presente y el cual nos dice: La violeta es introvertida y su introspección es profunda. Dicen que se esconden por modestia. No es verdad. se esconde para poder captar su propio secreto. Su casi-no perfume es un gloria escondida pero exige de la gente que la busque. No grita nunca su perfume. La violeta dice cosas leves que no se pueden decir.”

Una última voz, esta vez de José Luis Pardo, nos detiene y con respecto a la intimidad nos dice: “El arte de contar la vida (de darse cuenta de la vida, de tenerla en cuenta) no es más que el arte de vivir. Vivir con arte es el arte de vivir contando la vida, cantándola, paladeando sus gustos y sinsabores. Y, desde luego, se puede vivir sin arte, sin contar nada, sin contar para nadie y sin que nadie cuente para uno mismo. Se puede vivir sin intimidad porque la intimidad no es imprescindible para vivir. La intimidad sólo es necesaria para disfrutar la vida”

Y uno saborea y se justifica con las frases pasadas, para poder terminar diciendo a modo de resonancia; que el espacio callado es el dialogo privado –cotidiano, intimo- que tendrá algo de transparente porque su no-presencia se siente y envuelve así como, también será algo de violeta, en la medida en que su aroma no es una entrega fortuita sino que se busca y se procura pero sobre todo, tendrá algo -¿o tanto?- de intimidad, adonde la vida pasa como para no irse y para seguir siendo; para que valga la pena. Digamos para terminar que en ese dialogo transparente, violeta e intimo se sitúa la virtud más callada –y más fuerte- de la civilidad.



Alonso León Erik Alejandro



Tremura de Luis Fernández

By Jose Toral | Etiquetas: ,

Va llegando. Está recostado sutilmente en la proa de un pequeño yate con un whisky escocés en las rocas, bajo el velo rojizo de un atardecer que se ha apoderado de la atmósfera y frente a una isla que renace de las entrañas del infinito mar. Una isla coloreada de un verde lúcido, como si fuera aquello que dio vida a la claridad más pura del razonamiento. Oula va llegando a Tremura. Viene solo por petición, por curiosidad, deseo, por iluso y aventurado. ¿Petición de qué? ¿Qué esperas ver Oula? Sigue aún con su vaso de vidrio achaparrado, las rocas han casi congelado las tres onzas de whisky escocés, y la tez del vaso ya no es cristalina ni pura, es sudante y opaca. Oula está parado en Tremura, aquella isla mitológica, irreal para incrédulos y sólo para incrédulos, pero ahora tangible para él. ¿Qué hay ahí Oula, qué esperas ver? Está parado sobre una superficie aún real, Jaques Lacan ya diría que es imaginaria o que sólo es el símbolo en su mente de una realidad que comienza apenas a rodearlo. En un instante, el verde lúcido comienza a subir por sus sandalias, mas no es el verde que trepa su cuerpo, es su mente que absorbe la lucidez. Comienza a embriagarlo aunque el whisky escocés sigue intacto y opaco por la frialdad de su símbolo. Ahora el símbolo ya no es símbolo, la imagen y el color de sus sandalias ahora son incomprensibles en esta nueva claridad. Oula no entiende, la turbación de la embriaguez está inmiscuida en el hipotálamo, arrojando millares y millares de sentimientos a su torrente sanguíneo. Oula ya no ve un yate flotando detrás, ve un artefacto ajeno con tubos redondeados que rebotan el rojizo del atardecer, ve cristales que permean y languidecen ante la fuerza del rojizo ambiente: los atraviesa. El vaso amodado ya no es vaso, es un cristal más adormilado ante el rojizo, ahora intenso. ¿Oula a qué vienes, qué hay ahí, qué esperas ver? Oula transita a pasos alentados ante una superficie porosa, en una isla que ya no es isla, ahí el misterio mitológico. Oula está estupefacto, sin embargo, aún ve sin observar, aún oye sin escuchar. Saca una roca fría del recipiente achaparrado, se derrite poco a poco en sus manos, juega con ella, lo disfruta, no lo entiende aún, no es claro lo qué es, siente una frescura inmensa que se apodera de sus dedos que desliza lentamente sobre la parte baja de su cuello. Reposa su cabeza hacia atrás, ahora en la nada, lo disfruta y vuelve a disfrutarlo, respira profundo más veces de las que su mente permite contar. ¿Oula, pudiste contar? Oula se reincorpora, la embriaguez reposa no en su nuca sino en el dedo meñique del pie izquierdo. ¿Qué ha pasado Oula, por qué estás desnudo? Oula comienza a hablar solo: - estoy solo, soy un símbolo o soy imaginario -. No estás sólo, el verde contesta: - eres real, te has desprendido de aquello que te oprime. Ven conmigo, te explicaré -. Verde no es imaginario, verde es la FuenteOvejuna de Lope de Vega: verde es uno y son todos. – Has logrado encontrar tu ser humano. Todos están desnudos de psique, están desnudos de símbolos, desnudos de opresión, desnudos de sistema, pero vestidos de alma. ¿Ves aquel recipiente que dejaste caer cuando tocaste tu nuca? – Oula sigue: - Sí, un líquido color caoba frio como el mismo corazón del... ¿del hombre! – El ambiente anaranjado se ha hecho permanente, pero ya nadie lo percibe, porque Tremura es permanente, no se mueve y no es mito, sólo es. Verde es mujer, es perfecta, se contonea en un caminar rítmico, podría hacer melodías angelicales con el solo parpadear de sus ojos en dupla con el movimiento de sus cabellos rizados. Ella continua: - Lo que dejaste caer no fue aquella bebida acaobada, fue tu pasado, fue una realidad que ya no puede ser en ti. Dejaste caer tu mente para volver a nacer. Reviviste cuando la gota fresca de la verdad tocó tu nuca, cuando respiraste hasta quedarte sin aliento. No pudiste contar, contar las veces que has respirado, porque contar es símbolo. Tremura no es mito, no es ilusión ni curiosidad. Es la verdad más pura. Verde es claridad, es pureza, es ser humano. Aquí, Oula, el hombre es cálido. El ambiente es nuestra esencia, el rojizo es nuestro sentir. Te sorprenderá esto Oula, pero aquí no hay símbolos, tan no hay símbolos que no eres Oula, eres parte, eres ser humano. Desprenderse no es tarea fácil, sólo ellos son plenos en Tremura –. Oula cae rendido en una superficie incomoda pero abrigadora. ¿Oula a qué vienes, qué hay ahí, qué esperas ver? Oula se contesta: - Vengo a ser mito: ser humano y no ser símbolo. Aquí hay lucidez de vida, calidez humana, hay… hay ¿amor! No espero ver, sólo observar; espero no ser símbolo, sólo ser; espero no ver el pasado sino ver mi mente.

ESPERO SER.
Ahora lo entiendo.

Luis Fernández


Reblog this post [with Zemanta]