La virtud callada de la conversación privada
By Jose Toral | Etiquetas: colaboraciones, cuentos“No contiene palabras sino una cadencia”
Pablo Fernández Christlieb
Adonde yo soy tú somos nosotros
Octavio Paz
Ahora, en esta mesa que da a la ciudad -en una de las terrazas de la biblioteca Vasconcelos-sucede Chantall Maillard y sus Diarios Indios: “Dejar que la realidad transcurra ante ti. Aquietarte. Desde la quietud absorber el movimiento”. Alzo la mirada, tomo mi pluma y transcribo la frase, un viento ligero, cadenciosamente, alborota mi cabello, la mirada en vuelo de nuevo se desborda, se pierde en el cielo nublado que siente llover. Un viento más intenso me hace tomar las notas que voy escribiendo, las contengo. Afuera (¿adentro?) una bocina de automóvil se detiene ruidosamente algunos segundos, otra bocina como queriendo pelear, grita también. Escucho el sonido del viento y el motor cada vez más obvio de los carros aunado a las bocinas que no paran (¿en qué momento han tomado mi atención?), atrás de mí escucho pasos rechinar. Algunas risas, jóvenes supongo – me sorprende la manera en que me aparto, a pesar, de ser, yo también, joven como ellos. La lectura que no puedo recuperar, se suspende, me levanto y me reclino en el barandal. Veo a una docena de jóvenes jugar al furbol en una de las calles contiguas, escucho su cansancio; veo su satisfacción. Un helicóptero irrumpe con el viento. Más bocinas de automóviles. Motores. Aun del espacio inmenso de la biblioteca, la ciudad irrumpe, como recordando que aun del empeño estamos condenados a no poder apartarnos, a seguir escuchando, a seguir padeciendo. El sonido del viento que ya no es mas que la amalgama indisoluble de la realidad. Mi respiración que ya no habla. Voces lejanas que me cruzan sin entendimiento alguno. Me vuelvo a sentar trato de seguir leyendo, al tiempo surge otra frase que me sujeta: “La voluntad es lo que nombra, la voluntad que es afán de pertenencia, y al nombrar queda atrapada en lo que nombra, embelesada, pues en lo que nombra siempre está nombrándose a sí misma. El afán de posesión o de dominio no es sino el deseo de nombrarse perpetuamente”.Me detengo en ella y suspendo la lectura, transcribo la nota y guardo mis cosas. Se escucha en un altavoz una advertencia de que la biblioteca está por cerrar. Mientras bajo por las escaleras de la biblioteca, pienso en el miedo enorme de la ciudad –de la ‘modernidad’ tal vez; en su temor por desaparecer, ilusamente se nombra a cada instante, no reconoce que la palabra hace tanto ya no es susurro sino grito.
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A veces al nombrar, algo –un breve espacio- queda sin cerrar. En esa ligera abertura que conlleva todo significado, la realidad se fuga; como la grieta que al mostrarse, en un principio de manera apenas visible ya después de manera total, representa las posibilidades del derrumbe. En ese espacio se traslapan todos los significados y todas las representaciones, aun de nombrar lo cotidiano uno siente la imposibilidad de significar, de representar; lo que uno dice nunca es lo que uno siente y lo que uno siente apenas se insinúa. El filosofó José Luis Pardo en su ensayo La Intimidad apunta: “Cada palabra dicha tiene siempre un plus de sentido , en términos más rigurosos, una cantidad inagotable o una multiplicidad inexhaurible de sentido, siempre quiere decir más de lo que dice y nunca puede decir todo lo que quería” . Y la grieta será ausencia, sobre todo, cuando el lenguaje no sólo pretenda comunicar sino también, cuando quiera hacer sentir; cuando el acto de nombrar busque representar y habitar (la sociedad precisa de ambos lenguajes; del publico para comunicar y crear y del intimo para enfrascar y encontrarse).
Cuando el lenguaje más se aproxima a los objetos, a los gestos, a las personas, reafirma su postura extraña, tentativa siempre lejana; aprisiona para significar la ausencia. Las palabras nos muestran una realidad que no es la realidad sino su hueco. Surge el susurro poético de Borges escribiendo; “no será nunca lo que quiero decir/ no dejará de ser un reflejo” y en otro susurro más personal, en la dedicatoria de su Antología personal escribe: “ Elsa tuyo es el libro ¿A que agregar vanas y laboriosas palabras a lo que sentimos los dos?”. Y a pesar de las vanas palabras, el mismo Borges apuntará que la dedicatoria de un libro es “(…) un acto mágico. También cabría definirla como el modo más gracioso y más sensible de pronunciar un nombre”; a veces nombrar, es el acto inaugural que no determina la realidad sino la abre.
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Pero, a veces, la vida también comienza y vuelve a surgir, por eso es necesario caminar por ella con el sentido tenue de la ligereza, no como gesto de indiferencia sino como el acto que deja percibir la totalidad; algunas veces, callar es dejar, anularse para contemplar; dejarse caer y arroparse en ese río que también es la cotidianeidad. Decir o actuar es mostrarse, representarse, de ahí la importancia de cómo surgimos. Quien empieza de un punto fijo debe seguir el camino que surge de ese punto; no hay marcha atrás. La vida se deshace a cada momento; como la ‘acción’ Fairy Tales de Francis Alÿs adonde un suéter se va deshilando a cada paso, o como ese enorme bloque de hielo -en Paradox of Praxis 1, del mismo Alÿs- derritiéndose a cada paso por las calles de la ciudad de México, dejando tras de él una leve estela de agua en el pavimento que se va absorbiendo, evaporando.
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Algo hay de callado en una conversación cotidiana entre dos personas que se quieren y se cuidan; es allí donde el silencio no es cuestión pero marca la pauta, las palabras, un poco desnudas de significados permiten la manutención del dialogo, cada frase es sentida para la perpetuidad de la escena, uno habla no para debatir y argumentar sino para compartir, no contiene palabras sino una cadencia, por eso pocas veces uno sale mal librado de ellas, pues en las conversaciones privadas no hay verdades –todo tiene sentido y nada carece de importancia – tan solo gestos y frases, lo importante va siendo el seguir callando y el seguir escuchando; seguir diciendo tan solo para seguir estando: “El lenguaje intimo se caracteriza por su falta de significado. Porque nunca nadie puede estar seguro de lo que otro ha querido decir con sus palabras. La intimidad no es seguridad (la seguridad sólo existe en los altos muros); sólo existe entre quienes no están seguros ni necesitan estarlo. Los íntimos no se hacen nada (no hacen nada y sin embargo pueden matarse) al hablar, no se interpretan sino que se soslayan, se rodean, se acarician con lo que dicen, nunca con línea recta sino siempre indirectamente.” (J.L.Pardo: La intimidad)
El discurso cotidiano no es monologo sino dialogo –el circulo de la comunicación que consiste en decir y escuchar y volver a decir- y allí las ideas van quedando un poco al margen y uno, como sin darse cuenta, va perdiendo el hilo del origen de la conversación por eso en ellas siempre se sucede un enmarañado perfecto con todos los temas cotidianos; el sentido es tan sutil que se confundo con todo: por eso uno siempre empieza hablando de las películas que vio o las novelas que leyó y después sigue con el desconocido que sonrío por la mañana y eso lo lleva a cuestionar el clima y a pensar que la soledad siempre es más grande en las tardes de otoño, mientras que el otro, tal vez, siente que la soledad es, más bien, el café de la mañana cuado todo está aun por decirse y hacerse; se recuerdan entonces, los amores viejos y los inventados y de pronto, cuando uno se da cuenta ya está hablando de los gatos de infancia o de la próxima cita al dentista y lo más genial es que cada pedazo de cotidianeidad tiene el valor innegable de lo oculto, de lo que no se muestra y que más nos gusta porque de ello somos: esa nada que es el océano de cada quien, por el que la vida se sostiene y también sigue, fluye.
En las conversaciones cotidianas uno lanza palabras y no encuentra respuestas sino miradas y otras frases que no duelen porque siempre abrazan, algunos gestos. Las miradas que afirman y se desvían fugazmente a los labios -a la comisura coronada por el ínfimo lunar-, al rostro que asiente –ladeándose un poco. El cuerpo que se calma, la manos que delicadamente –a veces- se van entrelazando –hablando también ellas su lenguaje táctil, necesario. Si uno, por ejemplo, está en algún lugar sin muros, se pone a ver de manera discreta el entorno: los transeúntes y al pequeño pájaro en la Jacaranda, las partículas de azúcar regadas en la mesa, la taza llena de café. Cuando las miradas se reencuentran se hace una pausa y se brindan esbozos de sonrisas. La atención flotante permite mantener el lenguaje de los gestos y la atención en el discurso, esa sincronía perfecta que sucede entre la palabra y su sentido son la pauta que permite la respuesta, la prolongación de la estancia. Y es por eso que en esas pláticas –intimas, cotidianas- surgen los amigos o se consolidan los cariños. También son las que más duelen porque en ellas, a veces, se logra filtrar la soledades que el otro siente y allí, uno se da cuenta que la persona querida tiene un nuevo gesto, casi imperceptible o que los ojos tienen una leve inflamación o una tenue sombra por el insomnio de la noche anterior, uno sin querer, puede ver el delicado resabio de un beso pasado que no nos pertenece , al final nos damos cuenta que hay alguien más, o que ya no hay nada de lo que hubo.. Hay entonces tristeza y silencios pesados; la enorme soledad de quien se encuentra varado en medio de la nada; situado en un paisaje que ya no reconoce.
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Uno se da cuenta que cuando las conversaciones cotidianas no son iniciáticas o terminales sucede el prodigio de la comunicación; el silencio, la palabra, el discurso -ligero en todo momento-, los gestos, la entonación y la cadencia logran la creación de un espacio transparente pero resistente al grosero empeño de la modernidad de sustituir cada pausa y cada transparencia con un nuevo aditamento. Y uno, acepta, necesita las palabras mas acertadas para describir la transparencia y entonces acude a Pablo Fernández Christlieb quien la enuncia de la siguiente manera : “(…) el color de la elegancia es transparente, como el de los perfumes, con el que se pintan las cosas con fin de no interrumpir, de no partir plaza, sino de ser visto sin tapar la vista , de presentarse no como una novedad sino como una ventana, que nunca abruma, sino solamente profundiza” y dice esto par terminar su ensayo La sociedad mental afirmando que “hoy en día lo más transparente que tenemos es la espera”.
Mientras se escribe, otro susurro, esta vez de Clarice Lispector, se hace presente y el cual nos dice: “La violeta es introvertida y su introspección es profunda. Dicen que se esconden por modestia. No es verdad. se esconde para poder captar su propio secreto. Su casi-no perfume es un gloria escondida pero exige de la gente que la busque. No grita nunca su perfume. La violeta dice cosas leves que no se pueden decir.”
Una última voz, esta vez de José Luis Pardo, nos detiene y con respecto a la intimidad nos dice: “El arte de contar la vida (de darse cuenta de la vida, de tenerla en cuenta) no es más que el arte de vivir. Vivir con arte es el arte de vivir contando la vida, cantándola, paladeando sus gustos y sinsabores. Y, desde luego, se puede vivir sin arte, sin contar nada, sin contar para nadie y sin que nadie cuente para uno mismo. Se puede vivir sin intimidad porque la intimidad no es imprescindible para vivir. La intimidad sólo es necesaria para disfrutar la vida”
Y uno saborea y se justifica con las frases pasadas, para poder terminar diciendo a modo de resonancia; que el espacio callado es el dialogo privado –cotidiano, intimo- que tendrá algo de transparente porque su no-presencia se siente y envuelve así como, también será algo de violeta, en la medida en que su aroma no es una entrega fortuita sino que se busca y se procura pero sobre todo, tendrá algo -¿o tanto?- de intimidad, adonde la vida pasa como para no irse y para seguir siendo; para que valga la pena. Digamos para terminar que en ese dialogo transparente, violeta e intimo se sitúa la virtud más callada –y más fuerte- de la civilidad.
Alonso León Erik Alejandro
